Cuando nacemos, si rompemos a llorar, todo el mundo se preocupa por nosotros. Todos se desviven por consolarnos. Aprendes que si lloras, alguien te atenderá y te hará sentir bien. Pero de repente, un día, alguien decide que por mucho que llores, no te saldrás con la tuya. Y a partir de ese instante, tus lágrimas yo no provocan mimos, ni abrazos, ni consiguen que alguien venga a arroparte cuando tienes frío.
Es entonces cuando empezamos a aprender, amargamente, que llorar no sirve para nada. Que por muchas lágrimas que derramemos, nadie nos entenderá, ni se preocupará por nosotros.
Y lo aprendemos tan bien, que se nos olvida llorar y sólo lo hacemos a veces, y cuando nadie nos ve. Una manta para el frío